Nosotros no lo vivimos, o estábamos pequeños para recordarlo o entenderlo, o quizás estaba pasando al otro lado del mundo y no nos dimos por enterados, pero la humanidad siempre ha estado en guerra, siempre hemos sido víctimas de la locura, la ambición desmedida, el odio y la intolerancia. Como especie siempre hemos estado apenas evadiendo la bala de nuestra propia aniquilación, contando los minutos que le sobran al reloj del día del juicio y una importante cantidad cada día no logran pasar la barrera de un nuevo amanecer.
En el siglo XX tuvimos cruentas guerras civiles en Afganistán, el Congo, Armenia, Argelia, Vietnam, Chechenia, Angola, Cambodia, Nigeria, Haití, República Dominicana, Etiopía, Finlandia, Grecia, Irlanda, Laos, Mozambique, Nepal, Sierra Leona, Sri Lanka, Uganda, Venezuela, Yemen, Portugal, Birmania, México, Niger, Nicaragua, Filipinas, Rusia, Sudáfrica, Chipre, El Salvador, Honduras, Guatemala, Turquía, Estonia, la India, Italia, Croacia, Yugoslavia, Papua, Sudán, Irak, Irán, Liberia, los kurdos donde sea que esté, Timor, la propia Costa Rica, el siempre vivo conflicto Palestino Israelita, EEUU con quién sea, las dos guerras mundiales, conflictos racistas donde quiera que haya una raza con una ramificación cromosómica distinta, líos fronterizos donde sea que haya una frontera, la reciente guerra del narco, las guerras santas, la guerra fría que tuvo a la humanidad al borde del exterminio nuclear durante décadas, entre muchas otras.
Nuestra historia ha estado marcada por guerras civiles, imperialistas, conquistas, independencias, revueltas, insubordinaciones, fratricidios, magnicidios, femicidios, atentados terroristas de gran escala, atentados terrorista de pequeña escala, epidemias, nacimiento y desaparición de estados nacionales, luchas por dinero, poder y odio. Matamos a Gandhi, a Luther King, a Malcom X y a Jesucristo; llevamos al poder a sociópatas criminales como Hitler, Idi Amin, Noriega y Papa Doc
El mundo no se acabó entonces y no se encuentra mucho más cerca de acabarse en este momento, no deja sin embargo de ser cierto a muchos si se les acabó su mundo, que millones han caído ganando y perdiendo guerras, queriendo o no pelearlas. Esto no es un asunto de religiones o de involución social, es un asunto de la visión que tenemos del mundo y de la humanidad, de nuestra propia voracidad y lo que creemos que es el éxito, de que nos provoca miedo y que nos causa una sensación de poder.
Cada vez que le deseamos la muerte a alguien, o apreciamos una respuesta violenta, o pedimos el ojo por ojo, o avalamos la pena de muerte, o hacemos comentarios xenófobos, racistas o discriminatorios de cualquier tipo, nosotros –desde nuestra esfera personal- contribuimos a la destrucción del entretejido social que nos sostiene, lanzamos piedras hacia arriba sin saber dónde terminarán cayendo. Nosotros tuvimos la suerte de nacer lejos del horror de la guerra, lejos del miedo y el hambre, la manera correcta de agradecer esta suerte es comportándonos de manera consecuente y apoyando una cultura de paz, para que nuestros hijos tengan la misma suerte que tuvimos.
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