lunes, 13 de abril de 2009

nunca tuvimos parís

Quede de esperarla frente a las escaleras eléctricas de Louvre, justo bajo ese entramado de pirámides de cristal en donde , según Dan Brown y nadie más que Dan Brown, descansan los restos de María Magdalena.
Tenía ya varios años de no verla, por los menos 4 o 5, cuando éramos compañeros universitarios nos juntábamos frecuentemente a tomar whisky barato y hablar pelotudeces, pero desde que vino a vivir a Paris tan siquiera nos conversamos una vez.
Cuando supe que iba a tener una visita de un par de días por su ciudad mientras hacia un trabajo sobre el Palacio de Versalles, le escribí un correo electrónico que ella me contesto anexando su celular, la llame entonces desde Chamonix y la invite a por un traguete cuando pusiera pie en la ciudad luz.
Ella estaba haciendo un documental sobre la crisis de medio oriente para un canal francés, acomodamos su agenda con la mía y decidimos encontrarnos frente al referido museo. Cuando la vi venir fue una de esas raras ocasiones en que la realidad supera tus expectativas.
Su nariz respigada amputaba al corazón de Dios, tenía una mirada indiferente, como la de quien sabe que es linda y eso es poco importante contra sus otros destellos, tenía un cuello interminable de esos que podrías empezar a besar sobre los hombros y terminar ya cuando viejo… hermosa, brutalmente hermosa.
Cuando me vio sonrió, compartimos un par de “Que has sido de vos?” y caminamos, nos instalamos en un café de Rimoli a tomarnos una cerveza, saque de mi bolsillo una caja de cigarros de los que traía de Costa Rica (nunca viajo sin suficientes de mis cigarros, es lo único que somatiza mi mal de patria), ella había dejado de fumar hace algunos meses pero no se pudo resistir al sabor del tabaco de ayer, el tabaco de la que fue su patria.
Tuvimos una charla un poco de inventario, posiblemente no tan bien lograda, ella se despidió y se marcho hacia la clase que tenía en la noche, le di el numero de mi hotel y quedamos en que trataríamos de vernos una vez más.
Cuando llegue a mi hotel al siguiente día encontré un mensaje, respondí la llamada y acordamos ir a cenar a su lugar favorito, nos encontramos en el sitio, un pequeño local en el barrio latino con paredes de ladrillo y música a lo Edith Piaff donde se cenaba comida francesa tradicional a la luz de las velas, como podrán notar, el universo se confabulaba contra mi salud mental.
Con el salto de las palabras nos íbamos enredando en anécdotas, carcajadas y confidencias, ese día las cosas se daban fáciles, éramos los mismos que solíamos ser en la terraza de su casa, con un crawfords en vaso plástico y vino en tetra brick, éramos casi los mismos pero algo había cambiado, algo se sentía diferente, algo se sentía tibiecito.
Salimos del restaurante y ella se despidió a regañamodo porque vivía lejos de esa zona, y el metro no era un lugar seguro a altas horas de la noche, fue entonces que mi tontería de macho de pueblo salió a flote, sin conocer el idioma, sin haberme montado nunca al metro, con taxis impagables y un sentido de la orientación más débil que mi sentido común le dije: No te preocupés, yo te llevo a tu casa.
Un poco aliviada con esto fuimos a tomarnos unos tragos, la noche era fría y el pastisse le ayudaba a la circulación, el trago se me hace espantoso, igual que el ouzo (de hecho no podría diferenciar uno de otro) pero la noche seguía su mismo efecto, pasaba de cristalina a turbia, a blanquecina y consistente.
Después de unas copas me preguntó por nuestros amigos de Costa Rica, yo saque mi tarjeta prepagada de llamadas y desde su teléfono contactamos con uno de ellos, después de la evidente sorpresa tome el teléfono y le dije a mi amigo: “Acá estoy perdido, intentando convencer a esta mujer que se case conmigo, que yo vengo a cantar canciones frente a Los Inválidos, que manejo el carrito de la basura pero no se quiere casar conmigo”, ella me arrebata al teléfono y le die en un tono de película de Belmondo: “¿Quién dice que no me quiero casar con él?”.
El problema es que ella si se iba a casar, pero con su novio de años, un medio francés con quien había tomado la decisión de dar el salto desde la Latinoamérica que los había adoptado por la Francia que los vio nacer, era un niño con pedigree con quien convivía en ese barrio malo al cual yo me aprestaba a irla a dejar. Justamente por esos días se encontraba fuera del país visitando a sus padres y yo me encontraba en el país visitando a su novia.
Ella se me hacia más maravillosa cada vez, era linda, inteligente, simpática, cosmopolita, artista y muy mujer. Ya empezaba a entender la diferencia de esa noche. Ella siempre había sido maravillosa, bellísima y encantadora, y a pesar que siempre me tuvo presente y el cariño que me dedicaba, nunca había existido en ella una respuesta a nivel de atracción, por eso nunca me había vuelto loco por ella, eran simples señales no correspondidas que se perdían en el vacio y terminaban por convertirse en ruido que se muere cuando nadie escucha, como las cartas del niño o las oraciones en general.
Hoy era diferente, me veía retratado hermoso en sus ojos inmensos, cada sonrisa tenía un tono cómplice, un calorcito que venia de adentro, buscábamos excusar para chocar, para retar al destino a decírmelo en la calle, creo que la distancia nos había hecho nacer peligrosamente y eso se sentía rico, eso se sentía tibiecito.
Tomamos el último metro a Saint Dennis, el vagón parecía de película, entre turcos y africanos, Ella se hizo un moño y se puso una bufanda y unos anteojos grandes, como de señor, para no llamar la atención, se veía aún más bella. Yo me colocaba tras de ella y chocaba con su hombro tímidamente, aprendíamos a tocarnos como en clave Morse: dos golpes suaves significan “que guapas estás”, dos golpes suaves y un pulso constante significan “lo que vos y yo haríamos en la cama no tiene perdón de Dios”.
Como mascotas perdidas caminamos las calles, nos reíamos de las señales de alto, conversábamos con los indigentes, mediamos la luna con el pulgar, llegamos a la puerta de su casa y yo subí a llamar un taxi para regresar a mi Novotel, cruzamos la puerta y nos servimos un par de tragos mientras se nos olvidaba hacer esa llamada, coloque un disco de los años primeros de el flaco Sinatra y deambule hacia ella.
Para ese momento todo era muy turbulento, mis labios se amotinaban como tropas hambrientas contra el resto de mi cuerpo, mi mirada se coloco firmemente en el objetivo como buscando una excusa, un bastión que nos sacara seguros de tierra agreste, ella se soltó el pelo y mis hombres se rindieron.
Avance lento pero seguro hacia su boca, finalmente hicimos contacto pero algo paso, nos besamos por no más de 3 segundos y ella dejo caer la mirada, sobre su hombro pude observar las imágenes de la casa que compartía con el, habían mil paseos, veranos en inviernos, detalles mutuos. Esa era la trampa del cazador y había caído, me había dejado llevar a su madriguera, me arranque la pata a mordiscos y me aleje, “No esperaba otra cosa de vos” le dije mientras buscaba la tarjeta del hotel y me encendía un Derby Suave para el camino.
Llegue a mi habitación y me bebí el insomnio, al día siguiente la llame desde la frontera con un tono muy estándar, le agradecí la amabilidad en la visita y nos deseamos la mejor de las suertes mientras tapizábamos los silencios incómodos.
Con el paso de los años nos hemos visto unas cuantas veces más en escenarios alternos, un día nos tomamos unas copas extra y la conversa nos llevo a un punto raro:
-“¿Qué no hiciste en Paris aquella tarde que nos vimos?”
Ella sabia que mis días eran contados y que tuve que sacrificar alguna cosa de mi agenda para encontrarnos en aquella insípida primera salida. Me escondí entre sus intentos sin querer confesar mi costo de oportunidad, ya acorralado tuve que confesar.
-“Louvre, nunca llegue a entrar a Louvre”
Ella sabía que fue ahí donde nos encontramos, que estuve a no más de 10 metros del mayor santuario artístico del planeta pero simplemente no cruce esa línea. Sus ojos le volvieron a brillar bonito y el ambiente se puso nuevamente tibiecito mientras le temblaban los labios exigiendo inmediata atención. Tal vez lo veía como un gran sacrifico pero yo no, para mi fue algo natural, para aclarar sus dudas le explique mis porqués con una sola frase.
“Entendeme mujer, yo fui a Grecia a ver el Partenón, fui a Roma a ver la Capilla Sixtina, pero yo vine a Paris a verte a vos”.
Fin de la primera parte…