Cuando comencé a trabajar desarrollando proyectos de comunicación para las comunidades indígenas, decidí que si iba a laborar con ellos debía de conocerlos, y como las salas de juntas son para burócratas, Mauricio –uno de los asesores con experiencia en la materia- y yo decidimos tomar el carro y empezar a visitarlos en las salas de sus casas, en las plazas y demás núcleos en donde las personas dejan caer sus títulos.
El primer sitio que visitamos fue Buenos Aires, de ahí nos mantuvimos en movimiento por la zona y en algún momento nos alcanzó la noche en un punto equidistante entre Ciudad Neilly y Playa Zancudo. Entramos en el debate sobre si pasar la noche entre viajantes fronterizos o bien darnos el gusto de amanecer con brisa marina en un sitio claramente más amigable para el turista.
Mauricio me contó que el año anterior había visitado la zona con sus hijos y recolectaba un buen cúmulo de agradables recuerdos, incluso se había hecho muy amigo de una pareja que administraba unas cabinas frente a la playa -una mexicana y un uruguayo- de conversación muy agradable en donde podríamos encontrar posada, comida y cerveza.
Llegamos de noche en un por un camino polvoriento y adivinando más que recordando ingresamos a lo que habían sido esas cabinas, ahora en estado pompeyico. Todo estaba apagado, el zacate había crecido lo suficiente para estar prevenidos por el ataque de un hipopótamo, el restaurante estaba cerrado y por un trillo logramos acceder a la que recordaba era la casa de sus amigos.
Tocamos la puerta y pasado un rato salio la mexicana con actitud de película de suspenso, asomando el ojo por una mínima apertura de la puerta para saludar afable pero silenciosamente a mi compañero de viaje. Nos invito a pasar y nos ofreció un vaso metálico con agua. Su casa era ruinosa, llena de checheres mal colocados y reparaciones hechizas que a medias impedían el ingreso de unos zancudos que más bien parecían colibríes.
Hablando suave para no despertar a la niña empezó a dejar ir entre prácticos extraños la historia triste de su vida, como había conocido a su marido en una vida licenciosa viajando por toda América desarrollando su artesanía y viviendo al día hasta que en algún punto, antes de llegar a esta esquina de Costa Rica con Panamá, habían dejado olvidada la regla y se encontraban con un polizón no esperado.
Un extranjero les dio la confianza de administrar esas 10 cabinas, el restaurante y la barra, Connie (la mexicana que en realidad se llamaba Consuelo) se convirtió en madre mientras el uruguayo solo llego a adicto y vendedor. Consecuentemente el bar se les había llenado de escoria y tipos con ganas de ajustar cuentas hasta que él tuvo que decidirse por llamar a sus padres que le lanzaron un solo boleto de para que se rehabilitara con agüita del Río de la Plata.
La despedida tenía un tono hipócrita de pasajero, él le decía que iba a ponerse bien para poder volver a luchar por sus dos mujeres, atrás dejó un par de zapatos que eran el juguete preferido de la niña y a una mujer desesperada tratando de sostener unas cabinas abandonadas y a una familia imaginaria. Todas las tardes le hablaba de papá pero hasta la niña de dos años sabía que era técnicamente huérfana.
Después del rato de catarsis nos alistó dos cuartos, utilizando un criterio muy amplio, y la dejamos para que regresara a atender a su hija. Muertos del hambre y la desalcoholización salimos en busca de algunos de los bares y salones que Mauricio recordaba con muy buen ambiente. No había nada, las discotecas, bares y restaurantes estaban cerrados como si el Apocalipsis hubiera pasado hace un par de meses por ahí.
En el borde de la desesperación escuchamos el ruido de lo que podría ser una cantina clandestina, efectivamente lo era. Tras la barra un español que no parecía prestarnos mucha importancia, fuera de ella un grupo de amigos ya borracho y una parejita bailando.
Manolo (como se presentó luego) se disculpó por la inatención inicial, nos puso un pañíto sobre la barra y encima de eso dos vasos que luego llenamos con una milagrosa cerveza tras otra. Lo más cercano a comida que logramos conseguir fue una pieza de salchichón que cortaba sobre el pañito polifuncional y nos la comimos con un paquete de galletas soda.
Inicialmente teníamos el miedo natural de ser forasteros en el lugar indebido, pero las personas resultaron ser muy agradables. Un rubio cuarentón de pelo largo que se llamaba Randy salía al día siguiente a traer un barco desde un cayo gringo hacía Centroamérica. La tarea era demandante peligrosa y abusivamente apurada y mal pagada, transportaba algún tipo de mercancía ilegal y a un capitán ilegal, sin licencia para el puesto ni visa de trabajo pero con la pericia que le había dejado el pasar más de la mitad de su vida en alta mar.
A pesar que la paga no era justa, era muchísimo para Randy que acababa de traer al mundo a su primogénita y no había hecho moverse su bote turístico ya en meses. El era consciente que este trabajo muy probablemente lo llevaría a la cárcel o a dormir eternamente entre los fondos marinos pero las opciones no eran muchas.
Esto lo habían confirmado todos los demás asistentes, pues la playa era pueblo fantasma porque las vías de acceso se inundaban cada temporada alta dejando al pueblo en el aislamiento, sin que los turistas pudieran entrar o los buses salir. De esta forma fueron cerrando todos los negocios lícitos y había aprendido a sobrevivir entre la miseria y la desesperanza.
Solo Manolo quedaba acá pues el había llegado desde el otro lado del mundo a su lugar favorito en la tierra, sus padres habían muerto y sus amigos lo daban a él por muerto, así que no conocía a nadie fuera de Zancudo y ya estaba viejo para hacer nuevos amigos.
Las risas fueron lentamente convirtiéndose en lagrimas por el amigo que se iba en el mejor de los casos por meses y en el razonable por siempre, Randy admitió que detestaba abandonar Zancudo justamente en este que era el momento más feliz de su vida, que repudiaba llegar meses mas tarde a ver a una hija que no lo iba a reconocer, esperando no encontrar otro sombrero colgado detrás de la puerta.
De la cerveza al conrtrabando y en medio de una intensisima borrachera Randy decide volver a casa, pero no quiere ir solo para que su mujer no lo regañe, convence a todos que ahi tiene una botellita que quiere tomarse con los amigos antes de partir con un tono de miedo que solo puede producir quien no se quiere perder.
Como ya la noche había sido una locura y los locales nos habían hecho sentir todo lo bienvenidos posible, nos fuimos caminando hasta la casa de Randy en donde salio su mujer enojada pero tuvo que cambiar el semblante ante la presenciad de invitados que trabajaban para el gobierno, se unió por ese ultimo trago de quien sabe que putas. El marinero le dijo cuanto la amaba y la iba a extrañar sin molestarse por el ojo crítico de sus compadres, luego le pidió que trajeran a la niña para que la conocieran sus nuevos amigos.
La pinta de lobo de mar, duro, con la piel curtida por 40 años de brisa marina y sol tendido se le desfiguro cuando colocó a su sirenita en sus brazos y le pedía por favor que nunca olvidara quien es su papá.
Todo indicaba que era tiempo de irnos y así hicimos, llegamos a las polvorosas habitaciones de Connie, al día siguiente despertamos, nos despedimos y salimos en busca de comida de verdad. El regreso fue un poco silente, duele mucho que te saquen la realidad de los números, arde en puta ver como el desarollo trae Porshes a Lindora y viudas a Zancudo.
Todo el pueblo fantasma esperaba que la recuperación económica trajera turistas a esa inmensa y hermosísima playa, que el gobierno les pusiera puentes y una calle transitable o que de alguna puta manera los factores que no podían controlar no los obligaran a alejarse de su pueblo y su amores.
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1 comentario:
No importa el lugar o la época, siempre estarán aquellos que no se benefícian, que pierden con el "progreso" del momento.
Es nuestra eterna novela, la que de paso sirve para que los demás nos alimentemos de las miserias ajenas para sentirnos más humanos, o menos miserables nosotros mismos.
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