Las cosas empiezan como una tontera, con una pequeña debilidad en un dedo meñique o una leve dificultad para prestar atención a ciertos detalles, poco a poco vas cobrando consciencia de que tenés una enfermedad y después vas notando que la enfermedad te tiene a vos y que te va robando de los tuyos para acercarte cada vez mas a sus nefastos terrenos, arrebatándote hasta tus recuerdos, pendejeando no solo con tu futuro sino también con tu pasado.
También los recuerdos de Jaime se iban perdiendo, cada vez le costaba mas recordar a su hermana, la mayor, la que le zurcía los pantalones para que mamá no lo regañara muy fuerte, con la que una vez compitieron a tomarse vasos de agua hasta que los dos se enfermaron, aquella que se caso un domingo soleado y que un jueves lluvioso recibió a Ricardo entre llantos y placentas.
El mismo Ricardo fue aprendiendo a ser padre en la medida que dejaba de ser hijo, ella luchaba acongojantemente mientras su cabeza se lo permitiera para que se pudiera llevar un recuerdo claro de una mamá, no de aquello en lo que se estaba convirtiendo, con esos espasmos que le convertían la cara como en la de una aparición, quería poder abrazarlo mientras todavía controlaba bien sus brazos y que él la recordara porque su propio hijo se le iba encajando en un espacio de su cerebro en donde ya no lo iba a poder encontrar.
Poco a poco se fue aislando en su cuerpo, fue soltando amarras con este mundo y se volvía como una ermitaña que rechaza contactar con una realidad insatisfactoria y se fue refugiando en sus rutinas, enfrascada en un mundo mecánico pero que no dejaba de ser mundo.
En un tiempo todavía se montaba cada mañana al bus de Heredia y se iba para San Jose a hacer una ronda inalterable, le llenaban el bolsito con monedas que disfrutaba repartir entre los mismos indigentes como si fuera una carrera de cintas, compraba flores en el mercado y se volvía a montar al bus de regreso a casa. Desgraciadamente aquel día estaban pavimentando la calle de donde salían los buses y habían trasladado su parada 100 metros, habían cheques y cartelones que anunciaban el cambio pero todo eso era irrelevante para ella, el bus simplemente había desaparecido.
Su hermano Jaime la encontró tres días después deambulando por el Mercado de la Coca Cola, su cuerpo tenia un grave deterioro físico, había dormido en la calle, le había robado el bolso con las moneditas y quien sabe que otras tragedias en las que no quería ni pensar. Esto marcó el final de uno más de sus ciclos, esto era un paso más hacia su caverna.
Sus visitas a este mundo eran cada vez mas de efímeras, la pizarra se borraba nuevamente cada mañana, a ratos preguntaba porque su papá ya nunca la visitaba, Jaime le decía que estaba un poco fregado y que le prometía que apenas llegaba a la casa le metía una trapeada y que con toda seguridad mañana venía tempranito, el mismo cuento se lo repetía cada siguiente día ¿Que sentido tenía el hacer lidiar a una pobre muchacha con la muerte de su papá cada día?
La mamá la cuidaba hasta que la alcanzó la muerte y esa labor la fue heredando la esposa de Ricardo. Su degeneración se detuvo justo antes de acabar con sus movimientos mecánicos, seguía digiriendo, respirando y su corazón latiendo, nada más, ni siquiera le fue concedida una muerte fácil.
Jaime la visitaba religiosamente, al principio le conversaba y ella respondía con algo que parecía una respuesta, le hablaba de sus propios hijos y sus cosas, de su trabajo, se había hecho filosofo y le hablaba de la perspectiva de la muerte Agostina, de los cielos del Dante, de cómo la muerte no es más que un antónimo de niñez en donde el espíritu de aventura va cediendo al miedo al desconocido.
No lo podía negar, visitarla era cada vez mas feo y mas aburrido, hasta sus balbuceos se iban haciendo cada vez menos humanos, antes respondía cuando le agarraba la mano con una especie de calambre que lo hacia sentirla cerca, como cuando trepaban arboles o jugaban al gato y al ratón, ahora tomar su mano era como tomar la de un maniquí flojo y viejo. Cada día había menos cosas que reconocía en ella y en esa casa, muchas menos desde que a Ricardo se lo llevó un infarto masivo.
El proceso parecía completar todo su ciclo, ahora lo único que la conectaba con este mundo era el llanto, esas gotas que rodaban despacio por sus arrugadas mejillas y hacían pozos tras de su pelo, esa era su única forma humanidad, lo que la hacía diferente al ropero o a la cobija era que ella producía su propia agua.
Y la vida esta llena de pequeños consuelos, Jaime sabía que ella lloraba cada vez que él la visitaba, sin falta, y seguía llorando mientras le contaba de su labor comunal, de la selección, de los aguaceros de setiembre, cuando le pasaba las manos entre sus canos cabellos o le acomodaba el almohadón. Esa era su forma de saber que aún lo reconocía y se alegraba que la visitara su hermanito. Al final la persignaba y lo coronaba con un beso en la frente, nunca le pudo confesar que se había hecho comunista y ateo.
Ese martes volvió nuevamente a sentarse con ella, le contó sus historias, le recordó a papá, le dijo que se le veía muy bonita la trenza que le habían hecho, le prometió que la próxima canción la bailaban juntos como ella le había enseñado cuando chiquillos. La persigno, le beso la frente y la miró directamente a sus ojos cerrados; ella no lloró ese día, Jaime sí.
jueves, 5 de noviembre de 2009
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